sábado, 7 de marzo de 2009

RAZONES CONTRA EL RELATIVISMO MORAL

Raus (1)



SERES EMOCIONALES POR NATURALEZA


Sin lugar a dudas, el ser humano es una criatura emocional. Sin emociones, nuestro juicio y conducta se vería afectado severamente. Esto ha sido estudiado por eminentes neurólogos, como Antonio Damasio. Si, de repente, perdiéramos el miedo al ir conduciendo, nuestras probabilidades de morir accidentados aumentarían terriblemente. Sin las emociones adecuadas, los sujetos se enfrascan en largas e inútiles disquisiciones antes de tomar una sencilla decisión cotidiana, si es que la toman. Les ocurre que cada opción les da igual, viéndose en la necesidad de hallar algún motivo racional para decidirse por algo en concreto. Pero no lo hallan, porque ese “motivo” tampoco les “motiva“. Cualquier decisión trivial se convierte en una larga y agotadora letanía de inútiles consideraciones y circunloquios. Recuerde el lector estas palabras.

Valga este pequeño apunte para que quede claro que, a mi juicio, no es posible comprender la inteligencia humana como algo ajeno a la emoción.



INSTINTO DE CONSERVACIÓN.

LA LEY DE LA IGUALDAD Y LA LEY LA RECIPROCIDAD.


Los seres humanos tenemos un sentido innato para reaccionar indignados contra lo que creemos injusto, especialmente cuando las víctimas somos nosotros mismos. Es un instinto. Pero cuidado, el hecho de que reaccionemos indignados ante las injusticias no significa, en absoluto, que sean las emociones las que juzgan. Ni mucho menos: es la inteligencia quien juzga, quien compara, como no podía ser de otra manera. Contamos con pruebas suficientes como para poder sostener, más allá de toda duda razonable, que reaccionamos airadamente contra la injusticia de manera natural; es decir, cuando alguien viola la igualdad interpersonal por egoísmo, sadismo u otro motivo espurio o malintencionado. (Advierto, desde ya, que no voy a entrar en el juego relativista consistente en tener que justificar y definir cada término, pues ello nos abocaría a una sistemática tergiversación y vacuidad semántica; es decir, enrarecimiento del significado de las cosas de este mundo. Lo digo porque no me voy a molestar en definir qué entiendo por malintencionado o espurio. El relativista adopta la postura oportunista de pretender que no sabe qué significan las palabras, aduciendo que su significado es relativo a cada persona o grupo cultural. Pues no: Todo humano inteligente sabe -detalles aparte- qué significa malintencionado.) .

Empecemos por el principio. Todo nuestro organismo está biológicamente diseñado para la autoconservación, y para la conservación de nuestros parientes genéticos más allegados. Es lo que hemos llamado siempre “instinto de conservación o supervivencia”. La sensación de hambre me hace buscar comida; si hace mucho calor, busco la sombra; si hace frío, el refugio; si algo físico me produce dolor, huyo de él… Si no fuese así, no llegaríamos muy lejos en esta vida. Ese mismo instinto de conservación está detrás de las agresiones a nuestros semejantes. Deseo el alimento que tú has cazado, y, si puedo, te lo robo. Tu presencia me impide conquistar a aquella mujer, de modo que te intento lesionar o matar. Si tú faltases, heredaría toda la hacienda, por tanto, ideo tu muerte. Etc. Sí, pero hay una pega: el otro, normalmente, no siempre se quedará de brazos cruzados. Nuestro cerebro también cuenta con una “teoría de la mente” que nos permite adivinar o intuir las intenciones del otro. Parece ser que los autistas carecen de esa teoría, de modo que se hacen un lío con los posesivos “mi”, “tu”, “su”… Quizá no se sepan poner en el lugar del otro, con las dramáticas consecuencias que ello genera en un mundo repleto de relaciones sociales.


No sólo podemos deducir o prevenir un ataque, sino que, si éste se ha producido después de todo y no es definitivo, es muy posible que tratemos de vengarnos.


La cuestión es que si yo agredo de algún modo al otro, éste, por lo común, me devolverá la agresión, salvo que esté muerto, claro. Y, aun así, tendré que contar con la probable sed de venganza de sus seres queridos. Es la ley de la reciprocidad, férrea y universal. Cuando se obra con mala intención, la víctima puede saberlo y devolver el golpe.

La ley de la reciprocidad puede observarse continuamente en todo el mundo y en personas de todas las edades. Hace unos días pude presenciar una escena curiosa en su final, mientras compraba en un centro comercial: una niña de tres o cuatro años cogió su abrigo, lo giró en el aire y proyectó un extremo contra su amiga, otra pequeña de esa misma edad. Le dio en la cara, aunque sin mala intención, o eso diría yo. Entonces, la niña que recibió el pequeño golpe, hizo lo mismo: dio impulso a su abrigo y le sacudió a la otra, con tan mala suerte de que la hebilla impactó en la sien. Se echó a llorar. La niña que “pegó” la última se justificó diciendo:

“lo mismo que me has hecho tú”.

Quien desee documentarse sobre este aspecto no tendrá más que acudir a la guardería o a párvulos, así de sencillo. Pruebe el lector a dar diferentes recompensas a dos niños por un mismo trabajo. La indignación del que reciba menos está totalmente asegurada. Cualquier adulto (desde luego, padres) sabe el cuidado que tiene que tener para que ningún crío se ponga a protestar por celos, o por recibir menos recompensa que el compañero.


En “La Tabla Rasa”, del gran psicólogo evolucionista Steven Pinker, se nos habla de estudios que demuestran que la edad más violenta del ser humano no es, como pudiera pensarse, la adolescencia, sino la tierna infancia. La mayor tasa de agresiones se da a la edad de dos años y pico, algo más en niños que en niñas. Quien agrede es, por lo general, agredido. No suele haber contención, precisamente. La agresión malintencionada se vive como una afrenta.

Parece que, desde niños, nos sentimos legitimados a tomar por la fuerza aquello que deseamos. Es normal, desde luego: ¿qué razones podría aducir un niño pre-lingüístico? No le queda otra que recurrir al uso de la fuerza para conseguir el juguete con que juega el otro. Aprenderá, eso sí, que donde las dan las toman. Si tú me pegas, yo te pego; si tú me haces burla, yo te hago burla; si tú me arrebatas mi juguete, yo te arrebato el tuyo… Cuando el otro nos devuelve la agresión, aprendemos que el otro no va a dejarse avasallar: se niega a que yo no lo considere su igual. Cuando yo le devuelvo la agresión, el otro aprende que yo me voy a resistir a que no me considere su igual. Es decir, nuestro sentido de la justicia es innato, y se expresa y afina desde con la experiencia en los primeros años de vida. Las relaciones que establecemos con los demás están regidas, por tanto, por dos leyes férreamente incardinadas en nuestra naturaleza; y son interdependientes:


1. La ley de la igualdad interpersonal: tú eres como yo, y yo soy como tú.


2. La ley de la reciprocidad: si tú me haces algo malo, te devolveré el golpe. Si me haces algo bueno, deberé devolverte el favor.


Nótese que la una nos lleva a la otra (se refuerzan) de manera natural: “Yo te correspondo porque me considero tu igual” y “como me respondes, aprendo que eres mi igual. Etc.”


Nadie, excepto los privilegiados por alguna circunstancia, se libra de experimentar estas dos leyes en carnes propias.



VIOLAR LA LEY DE LA IGUALDAD INTERPERSONAL.


Bien, si tenemos ese sentido primitivo de la igualdad, ¿por qué lo violamos tantas veces? ¿Por qué tantas veces violamos la ley 1 es igual a 1? Cuidado aquí: esa ley se viola, pero, socialmente, no se deroga jamás: se restablece con la ley de la reciprocidad. Si yo te sojuzgo, estoy violando la ley de la igualdad; pero si tú me respondes, entonces es porque esa ley sigue en vigor. Así es: te doy, me das; te doy, me das… Si no reaccionáramos ante la agresión o la ofensa con natural indignación, pudiera ser que no nos revolviésemos ante ella, que nos encogiéramos sin más. Pero no es así. La ley de igualdad interpersonal se viola infinidad de veces, pero no más que las que se intenta restablecer. Atentar contra la ley no es lo mismo que derogarla. El que agrede primero quizá intente derogarla a su favor, pero no podrá si el otro le devuelve la agresión. Lo que aprendemos es la ley de la igualdad social: yo reacciono ofendido contra la ofensa e injusticia; el otro, también.



LA LEY DE RECIPROCIDAD.


De todas las épocas tenemos constancia de que el sojuzgado siempre ha intentado restablecer el equilibrio. Tenemos, hoy, el ejemplo dramático del conflicto eterno entre israelíes y palestinos. Éstos son muy inferiores en poder armamentístico, pero no aceptan la situación, no se resignan a su suerte de reprimidos. También está documentado cómo nuestro pasado remoto fue cruel y sanguinario en grado escalofriante. El instinto de igualdad radical-social siempre ha estado presente en el ser humano.

En ocasiones, el poder de una de las partes es tan abrumador y terrible que la resistencia del oprimido se agota, aunque no siempre. Noam Chomsky nos cuenta cómo en ciertas partes de oriente medio hay personas muy valientes que siguen su lucha incluso después de haber sido torturadas casi hasta la muerte.



SOMOS MORALES E INMORALES, PERO NO AMORALES.


Si, precisamente, tenemos un sentido de la justicia en parte innato y en parte aprendido, es porque a menudo atentamos contra la justicia, contra la igualdad esencial del otro. Si fuésemos criaturas sin necesidades (y debilidades), no nos apropiaríamos de lo que no es nuestro. Pero nuestras necesidades nos hacen débiles. Por eso mismo hemos desarrollado el sentido moral. Una deidad sin necesidades no puede ser moral o inmoral, porque no tendrá motivos para apropiarse de lo que no es suyo.


Cuando el relativista dice que no existe un sentido de la justicia universal, habida cuenta de la extensión del delito, hay que pedirle que piense qué necesidad tendríamos de moralidad si jamás delinquiésemos por carecer divinamente de necesidades. La comisión del delito no es prueba de ausencia de moral (amoralidad), sino su condición necesaria. La ausencia de moralidad no vendría determinada por la presencia de delito: vendría determinada por la ausencia de su persecución. Somos seres morales porque perseguimos el delito para restablecer el orden social perdido.


Como especie, somos inmorales (ojo, pero no amorales) y morales al mismo tiempo. Son caras de la misma moneda. Inmorales porque atentamos contra la ley de la igualdad. Morales porque la restablecemos mediante la ley de reciprocidad.



RACIONALIDAD ENTRE LOS SERES HUMANOS.


Yo le preguntaría al relativista por qué es preferible introducir la racionalidad en el estudio del universo físico. ¿O no es preferible? Jesús Zamora, al comentar un mensaje de otro compañero de este foro acerca de la necesidad que tienen algunas personas sobre la existencia de Dios, nos dice:


“Respecto a lo segundo, lo que yo pongo en duda precisamente es que NECESITEMOS eso para algo. No dudo que hay gente que CREE que lo necesita, pero se equivoca.”


En esta frase queda de manifiesto que incluso el relativista moral cree que es “mejor” acertar que equivocarse (¿absolutamente?). Y buena prueba de ello es la ingente cantidad de argumentos que el mismo Zamora publica en este foro (y, supongo, que en otros sitios) para combatir lo que a él le parece un error (el teísmo; que, por cierto, también me lo parece a mí). ¿Por qué combatir tan arduamente el error? ¿Cuál es la razón última? ¿Qué importancia puede tener que la gente crea o no en Dios? Si mañana el sol va a salir a la misma hora. ¿Por razones prácticas, quizá? La razón práctica que nos mueve a combatir lo que nos parece un error es que los aciertos nos hacen, antes o después, mucho más felices (o menos desdichados) que los errores. Infinitamente más felices. Y más longevos, claro. Como ya argumentaré, la lucha contra lo que creemos erróneo tiene también (eso pienso), un origen evolutivo.


Racional es aquella persona que intenta guiar su conducta con razones: es decir, basándose en hechos y estableciendo determinados fines.


Cuando decimos que todo humano racional debe apartarse o condenar el delito, ¿por qué lo decimos? Lo decimos en el mismo sentido en que diremos que todo humano racional debería aceptar la evidencia científica, la evidencia de los hechos. Será alguien que se guíe por éstos, no por pareceres, pulsiones o suposiciones. Debe recurrir a la experimentación y la prueba empírica para fundamentar sus afirmaciones. Pero hay que establecer un objetivo final deseable para todos: la consecución de la felicidad.


Un científico debe obrar imparcialmente: no se pondrá de lado de ningún posible resultado. O si es el caso de que tenga preferencias, éstas no deberán alterar el resultado final de su investigación. Si un ingeniero agrónomo desea probar que su abono es igual de efectivo en todo tipo de tierras, tendrá que echar la misma cantidad de abono a cada una de ellas. De lo contrario, estará falseando la investigación.


Si deseamos introducir la racionalidad en las relaciones humanas, no nos queda más remedio que proponer un sistema judicial imparcial respecto a los intereses de todas las personas. Y esto implica que, en función de la igualdad manifiesta entre las personas en asuntos vitales, el juez tendrá que condenar las intenciones de quien pretende conculcar esa igualdad.


¿Y por qué habríamos de desear introducir la racionalidad en el mundo de las relaciones humanas? Bueno, también podríamos preguntar que por qué habríamos de introducir la racionalidad en el estudio del mundo físico. Inevitablemente, aparece el juicio de valor. La ciencia es mejor que la superstición para alcanzar, afianzar o mantener nuestra felicidad. Ésta, la felicidad, es el valor supremo e irrenunciable de todo ser humano. Somos más felices con coches seguros, medios de comunicación tecnológicos, con buenas medicinas, agua corriente, luz en casa, máquinas que nos evitan la fatiga… Igualmente, somos más felices en una sociedad que se vea lo más libre posible de atracos, peleas, conflictos, asesinatos, maltratos, robos… ¿Qué felicidad van a tener esas sociedades que, por unas u otras razones, tienen elevados índices de criminalidad, muerte, odio, inseguridad y miedo? Un hecho psicológico universal e incontrovertible es que el miedo y la sensación de inseguridad son los enemigos principales de la felicidad para cualquier ser humano. Y donde hay mucho delito (inseguridad), no hay felicidad. Por eso la ley pena mucho más el robo con intimidación que el robo a secas. Normal, abominamos más de la intimidación (temer por la vida o la integridad física) que del robo de una propiedad.


Somos una especie social. No podemos vivir solos y aislados. Desde que nacemos, nuestra debilidad es radical. Cooperamos entre nosotros. El delito es un atentado directo contra la cooperación social. Necesitamos racionalidad en la consideración del mundo físico (ciencia) y racionalidad en la consideración de las relaciones entre las personas. Pues tanto la ciencia como la justicia nos hacen más felices… a todos.


Voy a intentar demostrar que, al igual que cualquier criatura racional del universo entendería que 2 más 2 son cuatro, también entenderá que, entre los humanos, hay actos justos e injustos.



EL CUERPO COMO FUENTE DE SIGNIFICADOS.


En mi opinión, al relativista le pasa como a los enfermos abúlicos que investiga Antonio Damasio. Éstos tienen dificultades tremendas para tomar decisiones cotidianas, por poco trascendentes que sean. Como ninguna opción en concreto les “apetece” más que el resto, se eternizan en deliberaciones circulares. Al relativista moral le ocurre algo parecido: no puede anclar los significados de nada en nada. Si alguien dice: “la felicidad es buena”, enseguida saldrá a relucir la cantinela de siempre: “la felicidad no es ni buena ni mala. Lo bueno o lo malo son juicios de valor y, por tanto, relativos al sujeto.” Y esto imposibilita, lógicamente, llegar a nada. Cualquier persona de este mundo que no esté influida por la filosofía relativista o por un trastorno cerebral (emocional), no necesitará muchas cavilaciones para responder a la pregunta: “¿Por qué considera buena la felicidad?” Simplemente diría algo así: “Toma ya, pues porque es evidente, me lo dice mi cuerpo.” El anclaje del significado de felicidad no se podrá encontrar sino en el mismo cuerpo. Referente absoluto para pensar la felicidad o su ausencia, lo justo o lo injusto. (Y cuidado, que al hablar de felicidad y cuerpo no estoy identificando felicidad y hedonismo).





IGUALDAD.


Respecto de cuestiones vitales, ¿somos realmente iguales los unos a los otros? ¿Es cierto que nadie quiere pasar miedo (miedo de verdad, no el que sentimos al ver una película de miedo)? ¿Es cierto que nadie quiere morir asesinado? ¿Que nadie desea ser violado? ¿Que nadie desea ser objeto de torturas? ¿Que todos deseamos ser felices?… Increíblemente, ni en cuestiones tan básicas nos ponemos de acuerdo con los relativistas morales. Si hubiéramos preguntado sobre gustos estéticos, francamente, se entendería la existencia de una gran diversidad de respuestas. Lo que sorprende es que, sobre aquellos asuntos, también se suponga una tremenda diversidad de respuestas.


¿Qué solución propone el relativista moral (o algunos relativistas)? A efectos prácticos, la misma que quienes no somos relativistas. Que se persiga el delito, no por razones morales, sino, simplemente, porque el delito nos repugna; sobre todo, al parecer, a los occidentales. Pero, según el relativismo, nos repugna no porque sea injusto en sí, sino porque la evolución biológica y la cultura nos hace que lo repudiemos. Es cierto lo de la evolución biológica, pero no el sentido que dice el relativista. No es cierto, en absoluto, lo de la cultura.


Como no hay hechos morales para el relativista moral, ¿qué podemos hacer? Fingir que los hay. Si todos los seres humanos fuésemos, de facto, iguales unos a otros, ¿deberíamos concluir, racionalmente, que todos deberíamos respetarnos unos a otros? ¿Nos deberíamos tratar en términos de igualdad, sin sojuzgarnos unos a otros? Deduzco que el relativista piensa que sí (al menos el relativista moral Jesús Zamora). Por eso él está totalmente de acuerdo en que, aunque no seamos iguales, convengamos (o concedamos) que lo somos. Ahí, en esa igualdad (fingida), se apoya el relativista moral para defender una ética y justicia de alcance universal.


Menos mal que en algo estamos de acuerdo: de la igualdad (real o fingida) entre humanos se sigue (se debe seguir) la igualdad de trato interpersonal.


Sin embargo, como ya dije, no tenemos que conceder nada, no tenemos que fingir que somos iguales. Ése no es un proceder científico. ¿Cómo se sabe que no somos iguales si no hemos hecho las medidas pertinentes para saberlo? ¿Acaso hemos preguntado a todo el mundo si desea ser asesinado por un tercero, o violado, o torturado, o…? Evidentemente, no. Ya, ¿pero cómo sé yo que en todo eso todos los humanos cuerdos somos iguales? Lo sé en la misma medida que sé que si lanzase un millón de piedras al aire, acabarían cayendo al suelo. Todas se comportarían igual en ese aspecto. Lo sé en el mismo sentido en que sé que un buen trago de lejía destrozaría el estómago de cualquier persona de este mundo. No he comprobado el efecto de la lejía en todo el mundo, pero creo que es de sentido común preverlo sin necesidad de comprobarlo.


Mas si mi intuición no valiese, simplemente habría que proceder a medir en cada caso. Habría que preguntar a la mujer violada si ella quería serlo. Y habría que preguntar al violador si él cree haberle causado un daño real, objetivo y moral a su víctima. Podemos estar tan seguros del sentido de la respuesta de ambos como de que un trago de lejía nos destrozaría el estómago a cualquiera. Preguntar al violador si a él le parece bien o mal la violación, es cosa baldía. Lo que hay que preguntarle es si ha cometido un acto de injusticia (de trato desigual indignante) en la persona de su víctima. ¿Podría negarlo? Pues sí, ¿pero aduciendo qué razones? ¿Merecía ser violada? Lo que dijera, tendría que razonarlo, probarlo públicamente.


Ésta sería la manera científica de proceder, de dejar hablar a los hechos, más allá de las concesiones y ficciones de nadie. No se trata de conceder o suponer que somos iguales, sino de comprobarlo (si acaso no está ya claro).


Yo -lo siento- percibo una sorda obcecación en el pensamiento relativista. Su principal argumento es que los juicios morales son relativos al sujeto. Que el asesinato, por ejemplo, no es malo en sentido absoluto. Que un alienígena lo podría encontrar encantador… Los no relativistas nos cansamos en contestar: Sí, ya lo sé… pero es que no somos ese supuesto alienígena. Es que somos humanos, con naturaleza de humanos, con leyes biológicas humanas y, por tanto, nos regimos por leyes particulares o locales que a todos, absolutamente, nos alcanzan. Mas, como argumentaré más abajo, incluso el alienígena racional (ojo, racional digo) entenderá y aceptará que el delito entre humanos es condenable de todo punto.


Para nosotros, los humanos, el asesinato es malo en sentido absoluto, de igual manera que mover el peón en diagonal para avanzar es un error absoluto en el juego del ajedrez. Nadie pretende que ese error pueda o deba ser un error para cualesquiera juegos de mesa habidos o por haber, sino para el ajedrez.


¿En qué peca la expresión: “la lejía es absolutamente mala para el estómago?” ¿Es necesario añadir la precisión de que es mala para los estómagos humanos? Se trataría de una precisión ociosa si ya estamos hablando de seres humanos. La lejía no es, en sí misma, un agente corrosivo para cualesquiera estómagos imaginables del universo (¡qué sé yo!)), pero sí para nuestros estómagos. Para éstos es absolutamente destructivo. Es decir: para todos los estómagos humanos. Además de extraordinariamente dañino.


Un alienígena a quien no sentara mal la lejía, nos vería retorcernos muy malitos tras ingerirla. Como para él sería algo extraño, debería investigar por qué a nosotros nos sienta mal. Entonces hallaría, en nuestra relación con la lejía, las leyes locales que explican por qué es dañina para nuestra salud. Igualmente, para entender por qué nos comportamos los humanos como lo hacemos, debería construir una teoría sobre la moralidad humana. De lo contrario, jamás se enteraría lo que estuviera viendo. Y esto es harto común: si no disponemos de la teoría adecuada, no “vemos” determinados hechos.


La teoría relativista niega olímpicamente los hechos. Ningún relativista podrá explicar la conducta humana de manera cabal si no da por hecho que todos los seres humanos (sanos) consideran buenas o malas algunas conductas: todas aquéllas que consideramos injustas desde la más tierna infancia.


Los juicios morales no son un “añadido” a un juicio fáctico, en el sentido de que sean una excrecencia de la voluntad o la cultura, sino -dada nuestra naturaleza- una consecuencia ineluctable de determinados juicios intelectuales de hechos. ¿Por qué? Porque hemos evolucionado así.


¿EXISTEN HECHOS MORALES?


Aquél que daña a otro intencionadamente (digamos maltrato o tortura), sabe que está provocando un daño moral, por eso, precisamente, lo provoca. Para nosotros, los humanos, sí hay hechos morales.


Supongamos que yo fuera un creativo de publicidad que quisiera hacer un anuncio para vender aparatos de calefacción. Si tuviera que recurrir a colores, ¿cuáles escogería: los llamados “fríos” o los llamados “cálidos”? Es evidente, los llamados cálidos. Es decir, crearía un anuncio en que la estufa anunciada estuviese ambientada con colores rojizos, anaranjados, marrones… ¿Por qué? Porque, dada nuestra constitución mental de especie, sé que los colores rojizos son percibidos como cálidos. ¿Significa esto que si nos acercamos a un color rojo éste nos dará calor físico? Evidentemente no. Se trata de un fenómeno psíquico, no algo que se deba buscar “ahí fuera-” Un “calor” psíquico, quizá parecido al recuerdo del calor.


El color rojo que yo percibo en esa toalla no existe ahí fuera, pero yo no miento si digo que lo estoy viendo. Es absolutamente cierto que existe en mi mente. ¿Por qué? Porque, dada la naturaleza de mi cerebro, determinadas longitudes de onda se transforman en mi cerebro en la experiencia de “rojo”. Es una transducción:


Transformación de un tipo de señal en otro distinto. Por tanto, el color rojo existe en la naturaleza, pues yo y mi mente somos parte de la naturaleza, parte del universo. El rojo no existe como un hecho ajeno a nosotros, pero existe como una realidad intersubjetiva para los miembros de nuestra especie y de los de otras especies animales.

Si yo quiero causar en el espectador la sensación psíquica de frío, utilizo colores “fríos”, como el azul. Todo el mundo tendrá esa sensación psíquica de frío, pues la naturaleza de nuestro cerebro efectúa inexorablemente la transducción pertinente para que así sea. Es decir, dado x, se sigue y necesariamente (color frío sensación psíquica de frío). Esa sensación es, igualmente, un hecho de la naturaleza. Existe incluso con independencia de lo que quisiera el sujeto, de su voluntad. Eso lo sabemos con la misma certidumbre con que sabemos que la lejía dañaría el estómago de cualquiera que la tomara, con independencia de cual fuera el juicio del sujeto sobre si se ha producido o no daño en su estómago.



Si yo doy una nota grave y otra aguda en un piano y pregunto a la gente cuál le suena más “gorda”, todo el mundo, sin excepción, dirá que la grave. Que, por cierto, también suenan “bajas” (las agudas, “altas“). ¿Con qué hecho real, objetivo se corresponde dicho enunciado? Con nada. Sería inútil buscar ahí fuera una correspondencia. Sin embargo, es absolutamente cierto que, para los humanos, las notas graves suenan como gordas. La nota grave (x) me lleva la sensación de que es gorda (y). Esto es así porque estamos hechos así.


Los movimientos de las bolas de billar pueden explicarse y predecirse con una teoría que considere, únicamente, leyes físicas, mecánicas. Pero la conducta de los seres humanos no puede explicarse y predecirse contando únicamente con una teoría física y mecánica. Hace falta algo más. Hace falta conocer la naturaleza idiosincrásica de los humanos: que tienen pensamientos, intenciones, necesidades, deseos… Un juicio moral no se corresponde, efectivamente, con ninguna ley física monda y lironda. La verdad o falsedad de un juicio moral sólo se puede evaluar, sin duda, en función de nuestra realidad psicológica de especie. Ése es su referente.


La naturaleza de nuestra mente (nuestra realidad psicológica de especie) está caracterizada por muchos eventos del tipo “dado x, se sigue y de manera inexorable“. Pues bien, los juicios de valor son, igualmente, parte constitutiva de nuestra mente. Es decir, yo no puedo evitar emitir juicios implícitos o explícitos de valor sobre una cantidad virtualmente infinita de acontecimientos. Porque así funciona nuestra inteligencia, nuestro organismo. Ésa es nuestra realidad y, por tanto, parte de la realidad del universo.


Los hechos confirman (compruébese, por favor) que cuando un niño agrede a otro, éste, indefectiblemente, vive y califica la agresión como indigna e injusta. Indigno, diccionario en mano, es: “Que no es merecedor de aquello que se expresa.” En nuestro caso: que (el niño) siente que no es merecedor de la agresión recibida por el otro crío. Dada una agresión gratuita, egoísta o interesada, vivimos y calificamos dicha agresión como inmerecida: todos. Esto es universal, parte constitutiva de nuestra naturaleza, más allá de cuál sea nuestro deseo u opinión al respecto. Es decir, estamos hechos de tal manera que es imposible que una persona en su sano juicio no viva y juzgue como una afrenta la agresión egoísta o sádica del otro. Por más que yo intentase no ofenderme, nada conseguiría. Me sentiría ofendido. Sería tan inútil que yo intentase no ofenderme como que intentase percibir las notas graves como finas y las agudas como gordas.



EL CRITERIO EXCLUYENTE DEL DELINCUENTE.



Sabiendo que es parte de nuestra naturaleza el hecho de que, dado un acto de injusticia (medir al otro con una vara diferente a la utilizada para medirse uno en detrimento de aquél), se sigue, inexorablemente, un juicio de condena y un sentimiento de indignación, ¿en qué podría consistir un proyecto racional para tratar las relaciones humanas? Una actitud científica (racional) es aquélla que decide ser imparcial respecto de los posibles resultados de la investigación. El investigador no debe tratar de “forzar” los hechos, sino que debe, simplemente, escucharlos, sean cuales sean. ¿Qué es lo que debe escuchar un juez justo (el equivalente profesional al científico de la naturaleza?)? Pues a las diferentes partes (personas en conflicto) por igual, intentando ser imparcial respecto de las razones aducidas por cada uno. ¿Por qué habrían de primar los motivos del violador sobre la violada? ¿Por qué habrían de primar los motivos del ladrón sobre los de la persona objeto de robo?… Muy sencillo: el criterio del delincuente nos aleja del principio de cooperación necesario en una sociedad. Su criterio es: “Lo tuyo (tu cuerpo, tus pertenencias, tu vida…) es mío.” Y si este criterio se diese por bueno, el juez no tendría motivo alguno para evitar que el mismo asesino fuera asesinado por su víctima (o, como es lógico, por un familiar de ésta). Llevado al extremo, sería un criterio selvático. Si nuestro fin último es ser felices en esta vida (lo más que podamos, se entiende) no nos queda más remedio que vivir y dejar vivir; no nos queda otra que dejar que los demás también puedan ser felices con su propia vida.


Las piedras no se pertenecen a sí mismas. Nosotros sí.


Dado que el ser humano no puede vivir aislado de la sociedad, nuestros criterios racionales de conducta deben ser aquéllos que respeten la integridad de los miembros que la conforman.

Dicho de otra manera: el criterio del egoísta es alcanzar la felicidad propia a costa de los demás. Sus actos pueden ser muy racionales en función de esa finalidad. Pero son racionales para él. A él, y sólo a él, le permite su criterio alcanzar su felicidad (o algún gozo), mas no a los demás miembros de la sociedad. ¿Por qué hay que condenar el delito? Muy sencillo: porque el delito sólo sirve a los intereses egoístas del delincuente. Y hay que encontrar un criterio válido para todos, un criterio universal. Y éste, inevitable y racionalmente, solo puede satisfacerlo una concepción universal de la justicia: vive y deja vivir; lo mío es mío y lo tuyo, tuyo.


Por razones idénticas, la ciencia no acoge en su seno cualquier voz. No admite particularismos que, como tales, no pueden generar evidencias públicas. El astrólogo, el curandero, el vidente, el teísta, etc., se apartan de la pública razón, proponiendo cosas cuyo beneficio solo perciben ellos. La razón, tanto en ciencia como en justicia, sólo acoge lo universal. La medicina científica funciona para todos. La justicia, también.


Cualquier ser humano malintencionado sabe perfectamente cómo causar un daño moral a su víctima. Lo sabe porque posee una teoría de la mente evolutivamente desarrollada. El publicista sabe que el color rojo generará en el espectador la sensación de calor psíquico, y el torturador sabe que sus barbaridades provocarán un daño moral en su víctima: un daño percibido y vivido como injusto e indignante; un terrible sentimiento de impotencia; peor, por tanto, que el daño causado por accidente. Podemos asegurar que la tortura es injusta para el ser humano con la misma certidumbre con que aseguramos que la lejía es corrosiva para el organismo humano. El torturador sabe perfectamente que causará un daño moral a su víctima, una injusticia: por eso precisamente procede a causarla.



LO QUE DIRÍA UN ALIENÍGENA RACIONAL.



Quiero explicar con más detenimiento por qué un acto injusto entre los humanos debe ser reconocido como tal para cualquier criatura racional del universo. Quiero explicar un poco mejor que existen hechos morales y que, en tanto que hechos, existen con independencia del sujeto. Y, si existen, cualquier ser racional podría entenderlos.


Veamos por qué sí existen juicios morales verdaderos.


Empecemos por otros tipos de juicio. Retomemos el caso de la visión de colores. Yo veo delante de mí una manta de color rojo. ¿Existe el color rojo con independencia de los sujetos humanos (de la mayoría de nosotros)? No, ya sabemos que el color es una construcción de nuestro sistema visual. Éste “transforma” determinadas formas de energía en la experiencia de color. No hay un rojo absoluto. Vale. Pero, como ya dije, eso no significa que yo no vea el color rojo. Es totalmente cierto que lo veo.


¿Cómo podría un alienígena saber si miento o no cuando yo digo que estoy viendo el color rojo en una manta? Pues resulta que si el alienígena en cuestión no tuviese el mismo tipo de sistema visual que yo, jamás podría saber en qué consiste mi experiencia de color, ni siquiera podría imaginar de qué se trata. Por tanto, ¿podría el marciano decir que estoy diciendo una verdad o una mentira? Evidentemente no. Más sencillo: si no dispongo de microscopio, ¿cómo podré confirmar o negar lo que dice ver con él quien sí lo tiene? ¿Cómo podría yo negar o confirmar la existencia de células sin disponer de microscopio? Sólo si poseo el sistema visual adecuado (el ortopédico microscopio) podré pronunciarme sobre lo que dice el científico ver con él.


Pues lo mismo: sólo un alienígena que pudiera ver colores podría juzgar si miento al decir que veo colores y que, en concreto, esa o aquella manta es roja.


Vayamos ahora a la cuestión de los juicios morales. Tengamos en cuenta algunos hechos que, salvo el solipsista, todo el mundo sabrá reconocer.

1. Los seres humanos distinguimos entre daño accidental y daño intencional. Aquél no nos indigna, mientras que éste sí. Nadie se indigna cuando le cae un rayo, aunque sí aparece la congoja (si se sobrevive a él, claro está. También es posible que se indigne con Dios, si cree en Él, claro). Pero todo el mundo se indigna (es instintivo, como vimos) si recibimos un golpe o agresión psicológica intencionada de otra persona en sus cabales.


2. Los seres humanos emitimos juicios morales de manera instintiva, tanto si somos nosotros quienes sufrimos una injusticia como si son terceras personas. Podemos decir: “Es una injusticia: A Fulano le pagan menos por el mismo trabajo por ser negro.” El requisito para que se produzca indignación es que se reciba un daño intencionado (injusto).


3. Cuando alguien dice: “los golpes que me das son indignantes” está diciendo que son injustos, que no se los merece, que son malos. Lo uno lleva a lo otro, pues ciertas palabras están encadenadas semánticamente entre sí, cohabitan en ciertos campos semánticos. El sentimiento de indignación (indigno: no merecido) implica el juicio de que lo recibido es malo.


Ahora la pregunta es: ¿es verdadero o falso que esos golpes son indignantes? Nótese la analogía con el ejemplo del color rojo. Sólo quien posea el aparato psíquico apropiado para juzgar instintivamente lo justo o lo injusto de una acción, podrá pronunciarse sobre el carácter verdadero o falso del enunciado que pronunció aquél que recibió los golpes intencionados. Es decir, para poderse pronunciar, el alienígena necesitaría pensar como un humano. De lo contrario, sería como pretender juzgar si es verdadero o falso el enunciado del científico que habló de células tras mirar el microscopio.


Así pues, el alienígena racional juzgaría la cosa como un ser humano racional, ni más ni menos. Y éste, en materia de relaciones humanas, está mentalmente preparado para comprender que es indignante e injusto maltratar a alguien. Si hablásemos, de entrada, de “bueno” o “malo” tendríamos problemas para identificar, exactamente, a qué nos referimos. Pero si hablamos de justo e injusto, estamos mucho más preparados para pronunciarnos sobre ello. La injusticia puede ser percibida por niños muy pequeños. No creo que nosotros, los adultos, seamos menos aptos que los críos para captar lo injusto y reaccionar en consecuencia. Si un ser es racional, entenderá, como nosotros, que 2 más 2 son cuatro. E, igualmente, entenderá qué es un acto injusto, inmerecido, indignante.





EL PAPEL DE LAS EMOCIONES. LA EMPATÍA.


El relativismo moral se equivoca cuando afirma que nuestro sentido de la justicia está causado por emociones instintivas o aprendidas del medio cultural. La empatía no juzga cuándo una situación es injusta: es decir, cuándo un ser humano ha violado la ley de la igualdad radical.


Hay, al menos, dos conjuntos de pruebas acerca de la ceguera de la empatía para juzgar lo justo o lo injusto:


1. Sentimos empatía tanto cuando el sufrimiento ajeno es causado por una acción malvada, como cuando está causado por una acción involuntaria o por la simple mala suerte del afectado. Yo voy a un hospital y me conmuevo del sufrimiento de los enfermos. Yo voy a una cárcel y me conduelo del sufrimiento del preso maltratado.


Es decir, la empatía se activa indistintamente en los casos en que no hay injusticia de por medio y en los casos en que sí hay injusticia. Por tanto, su activación y presencia no nos sirve de señal o pista para comprender cuándo una acción es justa o injusta.


2. Juzgamos inmoral e injusto, por ejemplo, que alguien atente contra la flora y la fauna. Hablamos del delito ecológico que, como tal, está perseguido y penado por la ley. Evidentemente, nadie puede condolerse del sufrimiento de un árbol cuando se quema, pues no hay tal sufrimiento. También juzgamos injusto y punible el delito contra la propiedad, el vandalismo y los destrozos de cosas. Nos parece injusto e indignante que alguien se tome el libertinaje de privarnos de bosques o cosas duramente construidas por el mero hecho de que a él le dé la gana. Todas esos bosques y cosas públicas nos pertenecen a todos y a ninguno.


Nuestros juicios morales (eso está mal o eso está bien) son eso: juicios. Toda la inteligencia está implicada en el discernimiento de si el otro ha quebrantado la ley de la igualdad interpersonal. A veces esto se ve fácil, pero no siempre, por supuesto. La cosa se complica cuando el que devuelve la agresión, la devuelve con creces. Por eso, las sociedades desarrolladas tienen sistemas judiciales y tribunales que prohíben que el agredido se tome la justicia por su mano. El temor es que todo acabe en venganzas de sangre enquistadas e interminables, como las que caracterizan los conflictos bélicos, las guerras entre bandas callejeras, las mafias, etc. En el trasfondo de toda decisión colea nuestro deseo irrenunciable de ser lo más felices posible, (o lo menos desgraciados, según las circunstancias).


Con esto no estoy afirmando que el papel de la empatía sea irrelevante en todo el proceso de enjuiciar la maldad de un criminal. Cuanto más daño haya infligido éste a su víctima, con más severidad será juzgado. ¿Por qué? Porque se entiende que ha violentado la ley de la igualdad con más gravedad. Y, quienes así proceden, demuestran ser especialmente peligrosos e injustos. Porque han utilizado una vara de medir muy diferente para sí y para sus víctimas. La empatía nos pone en contacto vívido con el daño de la persona, pero no juzga su origen. Sí, ayuda a comprender el alcance del mal perpetrado cuando la inteligencia ya se ha pronunciado sobre la existencia positiva de delito, de injusticia.


La empatía, por sí misma, no nos sirve para impartir justicia. Imaginemos un vídeo en que se pudiera ver que dos personas se lastiman mutuamente. Sin más consideraciones racionales, ¿cómo podríamos decidir quién es el culpable? La labor del juez es indagar las causas de la pelea y esto compromete la inteligencia de un modo evidente. Si sólo nos rigiésemos por los recados de la empatía, concluiríamos, sin más, que habría que tratar a ambos por igual: consolarlos a los dos.


Cualquiera que sea el papel de las emociones en la conducta humana, no es, en modo alguno, el que proponen los relativistas morales. Las emociones están detrás de nuestra conducta, tienen un carácter movilizador. Sí, pero la inteligencia es la que lleva el peso de la discriminación de qué es correcto y qué no lo es. La inteligencia comprometida en discernir si se ha efectuado una medición correcta de algo físico, es la que nos sirve para juzgar si un acto es justo o injusto.


Los relativistas niegan que haya un significado de justicia universal, o de moralidad. Aducen que somos los (soberbios) occidentales quienes hemos ideado e intentado imponer un determinado concepto de moral al resto del mundo: a tanto llega nuestro delirio imperialista que hasta imponemos a los demás la prohibición de la tortura y el asesinato. ¡Qué malos somos!


Sin embargo, pienso que ningún relativista que tenga un mínimo de honradez intelectual y acepte la teoría de la evolución, podrá negar que todos, absolutamente todos los seres humanos racionales y sanos, comparten un sólido sentido de la justicia. Lo inmoral es lo injusto. Es medir con varas diferentes a favor propio y en detrimento del otro.


¿Por qué digo esto? Porque, como dije, los niños muy pequeños entienden situaciones fáciles de injusticia contra sí mismos o contra los demás; y reaccionan con indignación ante tal injusticia. Son extraordinariamente sensibles a las situaciones de injusticia.


Pero todavía hay más. Presten atención.



LECCIÓN EVOLUTIVA PARA DARWINISTAS DESPISTADOS. MONOS CON CAPUCHA Y TOGA.


Pero es que hay más. Y es algo tan revelador y definitivo para un darwinista, que sería poco honrado obviarlo. Me estoy refiriendo a lo siguiente: recientes investigaciones han demostrado que los monos capuchinos tienen un buen sentido de la justicia.



Trascribo a continuación los resultados de la investigación:


“A esta conclusión llegaron un grupo de científicos de la Universidad de Emory en Estados Unidos, después de enseñarle a un grupo de monos a intercambiar fichas por comida.


Normalmente los primates quedaban contentos de recibir un pedazo de pepinillo, a cambio del "pago" de una de esas fichas.


Pero de acuerdo al estudio publicado en la revista Nature, los monos se ofendían cuando veía que uno de sus "compañeros" recibía un premio que consideraban más apetitoso, como por ejemplo una uva.


La ofensa llegaba a tal punto que algunos se rehusaban a trabajar y otros se negaban a comer.


Sarah Brosnan, una de las investigadoras que participó en el experimento, le dijo a la BBC: "Lo más interesante es la sugerencia de que la cooperación humana es más efectiva si hay sentido de justicia".


Sarah Brosnan y su colega, Frans Waal, intentaban ver si el sentido de justicia es un comportamiento producto de la evolución humana o el resultado de las reglas que se establecen en la sociedad.”




Puede consultarlo el lector directamente de la fuente (se lo recomiendo):




http://news.bbc.co.uk/hi/spanish/science/newsid_3126000/3126824.stm




A mi entender, amigos, esto aporta una claridad meridiana al debate en curso. Si hasta los monos capuchinos se ofenden (su conducta es inequívoca) ante el trato desigual (injusticia indignación), ¿cómo no nos habríamos de ofender nosotros, los humanos? Por eso, ese sentido de la justicia es posible observarlo ya en niños muy pequeños, como ya dije. La investigación es sorprendente, pero previsible después de todo.


Y esto significa algo de una trascendencia tremenda: que todos los seres humanos tenemos un sentido de la justicia y la injusticia idéntico, siendo tal igualdad fáctica (no meramente concedida) la base lógica para implantar en el mundo un sistema de justicia universal que persiga el delito allá donde se produzca. No vale ya la excusa de que quizá en otros lares del mundo, en otras culturas, tienen un concepto diferente de lo que es justo o injusto. No es cierto: justo e injusto son conceptos universales para la especie humana. El acto de injusticia es igual en todos los puntos del planeta: el trato al otro con una vara de medir diferente, es objetivamente peor para el sujeto víctima de una injusticia que para quien sufre una desgracia sin que medie la injusticia.


De hecho, como ya dije: ¿alguien no se ofendería por cobrar menos por el mismo trabajo? Si algún relativista piensa que no, solicito una comprobación.


Y nadie se confunda. El hecho de que nuestro sentido de la justicia sea instintivo no significa que sea la emoción (de indignación) quien juzgue. Ni mucho menos. El mono (como el ser humano) se indigna porque su inteligencia ha percibido un caso de injusticia hacia su ser. La inteligencia estima, en efecto, que, a igualdad de trabajo, se debe dar la misma recompensa. Es la inteligencia quien compara, no la emoción.


Y dado que es la inteligencia quien juzga lo justo o lo injusto, el mono (o el ser humano) que comprende que ha sido víctima de una injusticia, también está intelectualmente preparado para comprender que otro mono (o ser humano) es víctima de otra injusticia, ya sea a manos de él o de otro mono.


Y lo que puede comprender un mono, lo puede comprender el verdugo, el asesino, el ladrón… Y lo que comprende un mono capuchino, también lo podrá comprender un alienígena racional. Lo que no sé es si lo podrán comprender todos los filósofos.


Está claro que la comprensión del delito (de la injusticia) no es suficiente para evitar el delito. Si así fuera, prácticamente no existiría el delito, salvo el perpetrado por personas mentalmente perturbadas y retrasadas. Pero el sistema de justicia, si se basa en la razón, (cuya finalidad es la felicidad social, la de todos), y no en la emoción, sólo necesitará que la persona comprenda sus propios actos para poder procesarla. Que comprenda, como comprende un mono capuchino, en qué consiste un acto de injusticia. Por eso, con buen criterio, la justicia procesa a quien sabe distinguir el bien del mal: lo que es justo e injusto.



JUICIOS SOBRE LO JUSTO O INJUSTO Y ACTOS JUSTOS O INJUSTOS.


1. ¿Existen hechos justos e injustos?

Sí: son justos los que dan trato de igualdad al igual. Son injustos los que dan trato desigual al igual.



2. ¿Existen juicios morales?

Sí: son aquéllos que juzgan si un acto es justo o injusto.



3. ¿Es injusto dar tortura a un niño en términos absolutos?

Rotundamente sí para cualquier criatura racional que pueda comprender qué es un acto injusto.


4. ¿Hay juicios morales verdaderos o falsos?

Sí, veamos las posibilidades:

A). Son juicios verdaderos aquéllos que juzgan como justos los actos justos.

Por ejemplo: Decir que es justo el acto de dar el mismo sueldo por el mismo trabajo.

B) Son falsos aquellos juicios que juzgan como injustos los actos justos.

Por ejemplo: Decir que es injusto dar el mismo sueldo por igual trabajo.

C) Son verdaderos aquellos juicios que juzgan los actos injustos como injustos.

Ejemplo: Decir que es injusto maltratar a un niño.

D) Son falsos aquéllos que juzgan los actos injustos como justos.

Ejemplo: decir que es justo maltratar a un niño.



INCESTO.



Es absolutamente falso que el incesto sea inocuo para la descendencia. Los genes para el incesto acabarían pereciendo en los cuerpos de la descendencia con mucha mayor probabilidad que los genes para rechazar el incesto. El mecanismo del sexo es adaptativo porque proporciona una diversidad genética a la prole que le servirá para combatir mejor agentes patógenos como virus, bacterias, etc. Esa diversidad “despista” a esos agentes patógenos parásitos de nuestro cuerpo. Esto lo explica Punset en sus libros de divulgación científica (y Pinker, el gran psicólogo evolucionista de Harvard y admirado por Dawkins). El sexo entre hermanos o padres e hijos reduce esa variabilidad, de modo que, al cabo de varias generaciones, la descendencia estará menos dotada para sobrevivir que la descendencia de personas sin parentesco familiar.


Los estudios psicológicos al respecto prueban que las personas mostramos rechazo al incesto de manera instintiva, incluso en los casos en que se presenta el incesto como una actividad sexual sin riesgo para la prole. Así es. Pero esto no demuestra sino que, para algunas cuestiones, tenemos una reacción moral que no sabemos justificar con razones. En modo alguno significa que este esquema nos sirva para todo los demás actos injustos. Que aquí no intervenga la razón, no implica que no tenga que intervenir para una cantidad indefinida de actos injustos.



PASIÓN POR LA EVIDENCIA Y LA RAZÓN.



No diré en ningún momento que la empatía no tenga su papel en el afán de conseguir una justicia universal. Pero, como dije, el informe (inespecífico) de la emoción moral no es suficiente.


Al igual que las mentes racionales (virtualmente la mente de toda persona normal), combaten instintivamente el error en cuestiones no sociales, también las combaten en cuestiones sociales o humanas.

Si esto no era ya evidente, la implantación y expansión de Internet lo ha dejado más claro que el agua: la gente se pelea constantemente por sus idas, por llevar la razón. Estos blogs son una prueba contundente de hasta dónde alcanza el deseo de conocer la verdad y de proclamarla para que los demás la conozcan. Hasta dónde el deseo de combatir lo que parece falso a cada cual. Los foros son un hervidero continuo de opiniones encontradas, de voces airadas, de insultos, de palabrotas, de sarcasmos destructores, de continuas descalificaciones del contrario, etc. Quien desee comprobarlo, no tendrá más que echar un vistazo a varios foros de la red. No tardará en computar cientos o miles de forcejeos y acaloradas discusiones.


¿Por qué esta agresividad si cada cual va a comer y dormir igual a cabo del día? ¿Qué necesidad tenemos todos de imponer aquello que nos parece evidente? ¿Por qué no nos conformamos con verlo evidente para nosotros mismos?


Probablemente el motivo es evolutivo (instintivo). Nosotros vivimos en un medio bastante seguro, aunque al precio de mantener un gran esfuerzo por eliminar los efectos de la entropía: recoger las basuras cada día, mantener en buen estado el tendido eléctrico, el alcantarillado, el sistema de aguas, limpiar las casas y las calles, revisar el motor del autobús, tener un armamento moderno, mantener buenas relaciones diplomáticas con nuestros vecinos, etc. Pero no nos debemos dejar engañar por las apariencias: nuestra condición de seres humanos es precaria. Somos débiles por naturaleza. Si nos equivocamos en relación con cuestiones vitales, nos puede salir muy caro.


Como dije hace poco, nuestro sistema cognitivo no puede aceptar aquello que no ve evidente. No puede aceptar que 2 más 2 sean 5. Sencillamente, no puede. Y esto es funcional en grado sumo. Imaginemos a nuestros antepasados evolutivos. Después de salir a cazar búfalos, uno de los cazadores explica a los otros que bastará hacer una zanja de medio metro de profundidad para que el animal, una vez caiga en ella, no pueda salir. Póngase el lector en situación. ¿No objetaría nada? Yo, desde luego, sí. Yo diría que con medio metro no sería suficiente, que el animal podría salir de la zanja fácilmente, con el peligro anejo. Previsiblemente, entraríamos en una discusión bastante acalorada. O imagine que discrepásemos sobre si las setas que hay que dar al niño son o no venenosas. O si con estas vigas se mantendrá el techo en su sitio.


Probablemente ésta sea una de las razones por las que somos capaces de discutir airadamente incluso cosas que no tengan una repercusión inmediata o real en nuestras vidas.


Aparte tenemos el prestigio social: está en juego nuestra inteligencia ante los demás. Parece comprobado que cuanto más dura una discusión, menos probabilidad hay de llegar a un acuerdo. (Si esto es cierto, ya parece muy poco probable que nosotros, aquí, lleguemos a entendernos.)


Si el deseo de todo hombre es ser libre y racionalmente feliz, debe liberarse de las fuentes del miedo: la muerte prematura, el crimen, el sufrimiento, la enfermedad, la esclavitud, el hambre… Para ello recurre a estudiar el mundo físico y el mundo social con métodos racionales que lo aproximen más y más a verdades definitivas: los métodos de la ciencia y la justicia, respectivamente. Si lo que yo deseo es curarme para seguir viviendo lo más feliz que pueda, será un error intentar curarme por medio de ritos chamánicos. Si lo que deseo es ser todo lo feliz que pueda dentro de mi condición racional, será un error admitir como bueno el criterio del delincuente, pues ello me abocará a la ley de la selva. Por eso es un error el delito, porque nos desvía de nuestro destino: la felicidad social proyectada por la razón.



UN MATRIMONIO MAL AVENIDO.



Es una gran ironía pretender matrimoniar relativismo moral y darwinismo, o creer que son compatibles. Steven Pinker, el gran psicólogo evolucionista, nos explica en su brillante “La Tabla Rasa” que, en efecto, todos los seres humanos compartimos una naturaleza determinada, férrea, más allá de la diversidad y condicionamientos culturales. Una naturaleza común que, según Pinker, explica por qué los adelantos científicos de Occidente están siendo acogidos de mil amores por cualesquiera culturas de este mundo, incluso las más cerradas. Por supuesto, es de sentido común: todo el mundo desea verse libre de miserias, hambre, terror, represalias, injusticias... Y todo el mundo adora tener luz, agua corriente, medios de comunicación modernos, medicina avanzada, cirugía eficaz, buenos medios de transporte…


Nos dice Pinker: “En muchos lugares se abortan selectivamente los fetos femeninos, se mata a las niñas recién nacidas, se mal nutre a las hijas y se les priva de escuela, se practica la ablación a las adolescentes, a las jóvenes se les cubre de la cabeza a los pies, se lapida a las adúlteras y se espera de las viudas que se inmolen en la pira de sus difuntos maridos. El clima relativista de muchos círculos académicos no permite que se critiquen estos horrores porque son prácticas de otras culturas, y las culturas son unos superorganismos que, como las personas, tienen unos derechos inalienables.”


Richard Dawkins dice de Pinker: “Pinker es un pensador soberbio y un escritor brillante. El mundo de la ciencia es afortunado por poder disfrutar de su obra”. Si, bueno, pero quizá Dawkins no comulgue con Pinker en la crítica que hace al relativismo moral. ¿Será así? Pues no, parece que Dawkins dice exactamente lo mismo que Pinker en su magnífico “El espejismo de Dios”:


“Es la fuente de conflictos internos en las mentes de agradables personas liberales que, por un lado, no pueden aguantar la crueldad y el sufrimiento, pero, por otro, han sido entrenados por los relativistas y posmodernos para respetar a las culturas ajenas en el mismo grado que la propia. La mutilación genital femenina (a veces llamada circuncisión) es indudablemente dolorosa en grado extremo, sabotea el placer sexual de las mujeres (en efecto, ése es probablemente el propósito subyacente), y la mitad de la mente liberal quiere abolir la práctica. Sin embargo, la otra mitad “respeta” las culturas étnicas y siente que no deberíamos interferir si “ellos” quieren mutilar a “sus” chicas. Por supuesto, la cuestión es que “sus” chicas son realmente las chicas de las propias chicas, y no deberían ignorarse sus deseos…”


Dawkins sigue expresando su asco por ese relativismo cultural y moral en diversas páginas, como cuando afirma (y aquí hablo de memoria) que quizá no hay nada más lamentable en este mundo que ver a una mujer atrapada en un burka.


Alan Sokal y Brickmont, en su excelente “Imposturas intelectuales” cargan contra el relativismo epistémico, pero también contra el moral. Nos cuentan el caso de un político indio al que le advirtieron de que sus dificultades desaparecerían si entraba en su oficina por una puerta orientada hacia oriente. Ese acceso estaba bloqueado por una barriada de chabolas. El político mandó derribarla.


Al contar esta historia a partidarios del constructivismo social de Estados Unidos contestaron que “meter en un mismo costal dos descripciones tan diferentes del espacio, estando las dos, como están, vinculadas a distintas culturas, es una acción progresista en sí misma, pues entonces ninguna de ellas puede aspirar a la verdad absoluta y, de este modo, la tradición acabará perdiendo el control que ahora posee sobre la mentalidad de la gente (Nanda, 1997, pág. 82)


Sokal y Bricmont dicen al respecto: “El problema con este tipo de respuestas es que hay que hacer elecciones prácticas: ¿qué fármaco hay que utilizar o en qué sentido conviene orientar las viviendas? En estos casos, el laxismo teórico se hace insostenible. El resultado es que los intelectuales caen en la hipocresía de emplear la ciencia “occidental” si es indispensable (por ejemplo, cuando están gravemente enfermos), mientras recomiendan al pueblo que se confíe a las supersticiones. (pág. 110 y 111 de Imposturas intelectuales. Paidós)


Si estoy equivocado, lo estoy a la manera de Pinker, Dawkins, Sokal y Britmont, entre otros muchos.









Nota 1:

Este texto de Raus ha sido debatido en otro blog, pero me pareció oportuno responder aquí con mayor detalle en las entradas siguientes.

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